jueves, 8 de noviembre de 2012

UNA MORADA PARA LA LUZ


UNA MORADA PARA LA LUZ

 

Antonio Campillo Ruiz

 

   Por los mitones semideshilachados, unos dedos huesudos y de piel áspera seleccionaban cuidadosamente los pequeños granos de arena. Poseían una agilidad inusual en esta tarea tan monótona. Frente a ellos se encontraban varios montoncitos muy inestables de diferentes colores. A través de la pequeña puerta de pesados ladrillos que había tras el hombre que trabajaba, se apreciaba un fuego, no muy potente, que ardía en el interior de un tosco horno. El hombre vestía con ropas sucias pero de abrigo. Fuera del taller un viento gélido ululaba por entre las grietas de ventanas y puertas. Debía terminar este trabajo, era muy importante. Los plomeros ya habían instalado en los ventanales y rosetón de la iglesia el molde exterior y estaban a la espera de sus vidrios. Cuando pensaba que lo esperaban, espoleado por una voz inaudible, el hombre acometía su trabajo con mayor denuedo.

   Era delgado, despeinado por el frío viento que había soportado para llegar desde su casa al taller. Las llaves de su taller las llevaba siempre fuertemente cogidas. Nadie podía entrar en él cuando trabajaba para encargos tan especiales como el que debía realizar. Había ordenado a sus dos ayudantes que durante tres días nadie le molestase y que descansaran en sus casas. Cuando le oyeron, los ayudantes se miraron entre sí. Sin mediar palabra, el hombre les dijo: “Sí, os pagaré los tres días con dos celemines de harina de trigo, dos embutidos de la matanza y tres botellas de vino, pero cuando sigamos trabajando debemos acabar en un día las cien copas que necesita el tabernero”.

   El encargo que había recibido era su pasión. Sólo él sabía los secretos del color que adquiría el cuarzo puro cuando se mezclaba con óxidos de hierro, de cobre y no digamos si eran de magnesio, aluminio o boro, e incluso con algún extracto de plantas. Jamás dijo su secreto ni siquiera a su esposa, mujer de lengua larga y vanidosa, que discutía con las vecinas quiénes de entre todos los cristaleros de la ciudad obtenía colores más luminosos. Su marido siempre le recriminaba que hablase con vocabulario impropio del oficio pero ella, bien comida y vestida, con una casa de piedra de sillares, creía ser la más bienaventurada por haberse casado con este hombre que, aunque de poco espíritu, era un genio para los nobles encargos de la Iglesia y los Duques.

   Pasó toda la mañana con su exhaustivo trabajo y cuando calculó que tenía unos diez kilos de minúsculos trozos de cuarzo puro, sin preocuparse de necesidad alguna, se dirigió a la parte trasera del horno y empezó a echarle troncos de leña. Mientras la leña empezaba a arder y él se había quitado ya la raída capa por el calor, se dirigió a una puerta que abrió sigilosamente. Nadie lo podía ver pero su cuidado era extremo. Buscó, de entre los diferentes frascos que él mismo había soplado, tres que contenían cada uno un polvo de color diferente. Cerró otra vez la puerta y se dirigió a una capsula de porcelana en la que había echado toda la arena de cuarzo. Con una cara de felicidad que denotaba nerviosismo, fue echando pequeñas dosis de uno de los polvos y moviendo sin cesar la mezcla. Cuando consideró que era suficiente, realizó la misma operación con los otros dos productos. La mezcla poseía un extraño color, había pasado de incoloro cristalino a un rojo oscuro sucio.

   Con sumo cuidado se dirigió a la boca del horno, que se encontraba casi completamente caliente, e introdujo la vasija con su mixtura. Debía esperar no menos de tres horas y hacer que el horno alcanzase su máxima potencia. Sin dejar de echar leña por la tobera posterior, el hombre, avivaba el fuego y sudaba en un ambiente en el que se mezclaban los gases de la combustión con los que surgían de la mixtura. Era un aire casi irrespirable. Cuando consideró que el horno tiraría el tiempo necesario, se dirigió hacia uno de los largos bancos de madera y empezó a dibujar con esmero unas figuras con palitos de metal aplastados sobre una plancha de hierro perfectamente plana. Este era uno de los momentos más delicados de su trabajo: debía conseguir que con el mínimo número de ellos se dibujase el difícil diseño que le habían encargado.

   Casi empezaba a sentir frío otra vez cuando creyó que el tiempo de cocción había transcurrido. Tomó su larga caña de metal e introduciéndola en la mezcla fundida recogió un poco girando sin cesar el largo tubo. Lo miró sin dejar de moverlo y le pareció que aquella masa ardiente ya estaba en su punto. La devolvió a su lugar y sujetó fuertemente el gran dibujo que había realizado.

   Al echar pequeñas cantidades de masa ardiente sobre determinados trozos, muchos asimétricos, del enrejado metálico semejaba un laberinto ardiente. Volvió corriendo a la puerta en la que se encontraban los frascos encerrados y abriendo nerviosamente buscó y cogió dos de ellos. No olvidó cerrar de nuevo con las tres vueltas de llave. En una cápsula pequeña mezcló unas cantidades de ambos y con una larga cuchara de hierro los introdujo en el horno dejándolos caer a la mixtura inicial. En no más de media hora volvió a sacar el ardiente cuarzo mezclado y lo fue echando en otros huecos diferentes de los anteriores, en el rompecabezas de hierros.

   Cuando terminó, toda la mezcla inicial se había acabado. Los dos días siguientes realizó idéntica labor pero con los cambios propios de aquello que quería conseguir. Llenó cuatro bancos de madera completamente y para ver su obra se subió a una frágil escalera de madera apoyada en una pared y la miró desde lo alto. Quedó embelesado. Seis vidrieras y un rosetón resplandecían con colores jamás conseguidos. Se sentó en un escalón y dijo: “¡Una morada para la luz!”  

 



MURCIA

 
 


                               
 

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