UNA MORADA PARA LA
LUZ
Antonio
Campillo Ruiz
Por
los mitones semideshilachados, unos dedos huesudos y de piel áspera
seleccionaban cuidadosamente los pequeños granos de arena. Poseían una agilidad
inusual en esta tarea tan monótona. Frente a ellos se encontraban varios
montoncitos muy inestables de diferentes colores. A través de la pequeña puerta
de pesados ladrillos que había tras el hombre que trabajaba, se apreciaba un
fuego, no muy potente, que ardía en el interior de un tosco horno. El hombre vestía
con ropas sucias pero de abrigo. Fuera del taller un viento gélido ululaba por
entre las grietas de ventanas y puertas. Debía terminar este trabajo, era muy
importante. Los plomeros ya habían instalado en los ventanales y rosetón de la
iglesia el molde exterior y estaban a la espera de sus vidrios. Cuando pensaba
que lo esperaban, espoleado por una voz inaudible, el hombre acometía su
trabajo con mayor denuedo.
Era delgado, despeinado por el
frío viento que había soportado para llegar desde su casa al taller. Las llaves
de su taller las llevaba siempre fuertemente cogidas. Nadie podía entrar en él
cuando trabajaba para encargos tan especiales como el que debía realizar. Había
ordenado a sus dos ayudantes que durante tres días nadie le molestase y que descansaran
en sus casas. Cuando le oyeron, los ayudantes se miraron entre sí. Sin mediar
palabra, el hombre les dijo: “Sí, os pagaré los tres días con dos
celemines de harina de trigo, dos embutidos de la matanza y tres botellas de
vino, pero cuando sigamos trabajando debemos acabar en un día las cien copas
que necesita el tabernero”.
El encargo que había recibido
era su pasión. Sólo él sabía los secretos del color que adquiría el cuarzo puro
cuando se mezclaba con óxidos de hierro, de cobre y no digamos si eran de
magnesio, aluminio o boro, e incluso con algún extracto de plantas. Jamás dijo
su secreto ni siquiera a su esposa, mujer de lengua larga y vanidosa, que
discutía con las vecinas quiénes de entre todos los cristaleros de la ciudad
obtenía colores más luminosos. Su marido siempre le recriminaba que hablase con
vocabulario impropio del oficio pero ella, bien comida y vestida, con una casa
de piedra de sillares, creía ser la más bienaventurada por haberse casado con
este hombre que, aunque de poco espíritu, era un genio para los nobles encargos
de la Iglesia y los Duques.
Pasó toda la mañana con su
exhaustivo trabajo y cuando calculó que tenía unos diez kilos de minúsculos
trozos de cuarzo puro, sin preocuparse de necesidad alguna, se dirigió a la
parte trasera del horno y empezó a echarle troncos de leña. Mientras la leña
empezaba a arder y él se había quitado ya la raída capa por el calor, se
dirigió a una puerta que abrió sigilosamente. Nadie lo podía ver pero su
cuidado era extremo. Buscó, de entre los diferentes frascos que él mismo había
soplado, tres que contenían cada uno un polvo de color diferente. Cerró otra
vez la puerta y se dirigió a una capsula de porcelana en la que había echado
toda la arena de cuarzo. Con una cara de felicidad que denotaba nerviosismo,
fue echando pequeñas dosis de uno de los polvos y moviendo sin cesar la mezcla.
Cuando consideró que era suficiente, realizó la misma operación con los otros
dos productos. La mezcla poseía un extraño color, había pasado de incoloro cristalino
a un rojo oscuro sucio.
Con sumo cuidado se dirigió a la
boca del horno, que se encontraba casi completamente caliente, e introdujo la
vasija con su mixtura. Debía esperar no menos de tres horas y hacer que el
horno alcanzase su máxima potencia. Sin dejar de echar leña por la tobera
posterior, el hombre, avivaba el fuego y sudaba en un ambiente en el que se
mezclaban los gases de la combustión con los que surgían de la mixtura. Era un
aire casi irrespirable. Cuando consideró que el horno tiraría el tiempo
necesario, se dirigió hacia uno de los largos bancos de madera y empezó a
dibujar con esmero unas figuras con palitos de metal aplastados sobre una
plancha de hierro perfectamente plana. Este era uno de los momentos más
delicados de su trabajo: debía conseguir que con el mínimo número de ellos se
dibujase el difícil diseño que le habían encargado.
Casi empezaba a sentir frío otra
vez cuando creyó que el tiempo de cocción había transcurrido. Tomó su larga
caña de metal e introduciéndola en la mezcla fundida recogió un poco girando
sin cesar el largo tubo. Lo miró sin dejar de moverlo y le pareció que aquella
masa ardiente ya estaba en su punto. La devolvió a su lugar y sujetó
fuertemente el gran dibujo que había realizado.
Al echar pequeñas cantidades de
masa ardiente sobre determinados trozos, muchos asimétricos, del enrejado
metálico semejaba un laberinto ardiente. Volvió corriendo a la puerta en la que
se encontraban los frascos encerrados y abriendo nerviosamente buscó y cogió
dos de ellos. No olvidó cerrar de nuevo con las tres vueltas de llave. En una
cápsula pequeña mezcló unas cantidades de ambos y con una larga cuchara de
hierro los introdujo en el horno dejándolos caer a la mixtura inicial. En no
más de media hora volvió a sacar el ardiente cuarzo mezclado y lo fue echando
en otros huecos diferentes de los anteriores, en el rompecabezas de hierros.
Cuando terminó, toda la mezcla
inicial se había acabado. Los dos días siguientes realizó idéntica labor pero
con los cambios propios de aquello que quería conseguir. Llenó cuatro bancos de
madera completamente y para ver su obra se subió a una frágil escalera de
madera apoyada en una pared y la miró desde lo alto. Quedó embelesado. Seis
vidrieras y un rosetón resplandecían con colores jamás conseguidos. Se sentó en
un escalón y dijo: “¡Una morada para la luz!”
MURCIA
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